Lo adoraba. Veía su imagen en estampitas y no podía dejar de persignarse. sus cabello largo cobrizo y su barba eran símbolos que imitaba desde la adolescencia. No se vestía con una túnica, pues parecería un ridículo, pero no dejaba de ir a misa todos los días, y dos veces los domingos.
Había leído el evangelio varias veces, pero siempre encontraba en esas sagradas escrituras, una nueva enseñanza. Algo que revitalizaba su fe en dios.
El sacerdote de la capilla cercana a su casa lo conocía mas que su madre. A él acudía luego de cada pensamiento impuro o algún acto de dudosa buena fe. Éste le había aconsejado iniciar su camino como seminarista, pero nunca pudo aceptarlo, se consideraba indigno.
La vida se ponía cada vez mas seria y la elevación nunca llegaba. Cada piedra que la vida ponía en su camino era vista como un designio divino o la tentación de satán. Casi nunca reaccionaba a las provocaciones pero aquella vez fue la primera.
Malena lo había amado con todo su corazón, y el lo sabía. Ella le juró que lo esperaría virgen hasta el casamiento sin solicitarle ni siquiera un juego sexual que oscurezca su espíritu ante el señor y él bendecía esa actitud. Nada podía cambiar eso: era un amor hasta que la muerte los separe.
Pero aquel día fue fatal: Había sorprendido a Malena en una actitud que no era de buena cristiana. Malena debía ser una penitente por ello. No lo quiso entender.
El castigo corporal que le aplicó en su desnudo torso no era suficiente. Nada lograba limpiar el alma de aquella Magdalena.
Hasta que por fin cedió su alma. El purgatorio sería su destino. Malena sería un alma en pena hasta que el santo padre lo decida y le abra las puertas del edén.
Acongojado, solo atinó a esconder el cuerpo en la bañera. Dios se lo había pedido. Dios había actuado a través suyo y hecho su voluntad nuevamente sobre la tierra.

Se sintió feliz de ser una herramienta del Señor, y luego de lavar la sangre desparramada elevó sus plegarias. Luego, simplemente se tiró en la cama y durmió...
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